Descripción y elogio del constitucionalismo catalán

Hoy, 7 de abril, se presenta en Madrid el reciente libro de Alejandro Fernández, presidente del PP catalán. Lleva por título A calzón quitao, lo que no nos dice nada sobre el contenido, sino sobre el método o el estilo, que más directo no puede ser. El subtitulo aporta algo más (España, Cataluña y el PP); pero, en realidad, el libro es, fundamentalmente, un tratado sobre el constitucionalismo en Cataluña o -quizás mejor- el constitucionalismo catalán; un término que en la última década nos ha servido para definir una realidad política que, curiosamente, molesta a casi todo el mundo y por razones que merecerían una consideración sosegada. El libro de Alejandro Fernández lo muestra y, además, lo coloca en un primer plano incómodo para muchos; pero, por eso, necesario.

Antes decía que el libro se ocupa del constitucionalismo catalán, que, creo, es un término más adecuado que «constitucionalismo en Cataluña»; porque es una construcción política que surge como respuesta específica al nacionalismo catalán y a la forma en que éste se pretende imponer a la sociedad. El constitucionalismo catalán hunde sus raíces en los valores constitucionales y en el espíritu de la Transición; pero cobra sentido en la proyección que hace de esos valores sobre el nacionalismo catalán, de tal forma que sin ese nacionalismo, construido a partir del diseño realizado por Jordi Pujol desde sus primeros años de gobierno, en los años 80 del siglo XX, no se entenderían ni las propuestas ni los planteamientos ni las dificultades del constitucionalismo catalán. Si no se entiende el catalanacionalismo no se entenderá el catalanconstitucionalismo. Y para entender el primero, el nacionalismo catalán, es preciso echar una mirada a la Cataluña real, que difiere bastante de la que nos dibujan los nacioanlistas (y, a partir de ahora, para ahorrar caracteres, si no digo lo contrario, con «nacionalistas», «nacionalismo», «constitucionalistas» o «constitucionalismo» estaré haciendo referencia al término con el adjetivo «catalán», aunque no lo haga expreso).

Cataluña es una Comunidad Autónoma en la que conviven dos lenguas «propias» (aparte del aranés) y en la que tanto una como otra son maternas de una parte significativa de la población; una Comunidad Autónoma que ha estado vinculada a España desde el mismo momento en el que pueda usarse ese término. La Hispania Romana incluía lo que ahora es Cataluña (de hecho, su capital, la de Hispania, era Tarraco, la actual Tarragona, que luego (siglo I a.C.) pasó a ser la capital de la provincia romana más extensa en lo que ahora es España, la Hispania Citerior. Una ciudad «catalana» capital de una provincia que se denomina «Hispania»). Luego fue parte de la Hispania Visigoda, del Al-Andalus que cubría casi toda la Península Ibérica y cuando surgieron los distintos reinos medievales no hubo duda de que el Principado de Cataluña era uno de los territorios «hispanos». Así hasta llegar a la primera constitución de toda España, la de Cádiz de 1812, en la que Cataluña formaba parte de la «Nación española».

El nacionalismo catalán, frente a la realidad anterior, pretende que Cataluña es un país diferente de España. De acuerdo con la explicación nacionalista de la historia, Cataluña surge en la Edad Media como una realidad política diferenciada de España que se ve sometida militarmente por ésta última y en la que se impone el uso de una lengua «extranjera» (el español o castellano) en detrimento de la lengua «natural» de Cataluña, el catalán. Esta explicación histórica, que es la que se estudia en las escuelas e institutos, no es apenas más que una serie de tergiversaciones (como he apuntado aquí, aquí y aquí); pero contribuye a ir creando la conciencia de que Cataluña y España son dos entidades diferentes.

El objetivo nacionalista es configurar una sociedad diferente de la que existe realmente. Es preciso que el castellano (lengua materna de la mayoría de la población) disminuya en su uso; que se asuma que lo «correcto» es hablar catalán; que se actúe como si Cataluña y España fueran países distintos, que se pretenda que la presencia de España en Cataluña es una imposición y que Cataluña es una nación que se merecería tener un estado.

El proyecto nacionalista es claro y nítido y permea toda la sociedad. Sin él no se entiende ni la reticencia a utilizar la bandera española en las instituciones ni la inmersión obligatoris en catalán en las escuelas ni la exclusión del castellano en los discursos institucionales del presidente de la Generalitat ¡ni tan siquiera la forma en la que se presenta la previsión meteorológica en la televisión pública catalana! La clave es que se construya un marco mental del que ya no sea posible discrepar. Lo que se sitúa fuera de ese marco mental no forma parte «de la realidad». Estamos ante una inmensa impostura en la que no se prestan a jugar son sometidos a una especie de «muerte civil». El denominado «Oasis catalán» era eso y el constitucionalismo no es más que la oposición a ese pretendido «oasis» desde la defensa de los valores y principios constitucionales.

Para los constitucionalistas, Cataluña es lo que se dice en la Constitución: una Comunidad Autónoma, la nación es la nación española, el español (castellano) es lengua propia de Cataluña en tanto que lo es de toda España (Cataluña incluida). En la escuela tanto el castellano como el catalán han de ser lenguas vehiculares, la administración ha de utilizar todas las lenguas oficiales con normalidad, la bandera de Cataluña ha de ir acompañada, en las instituciones y organismos oficiales, siempre por la bandera española; es ilegítimo convertir en oficial el nacionalismo y ha de reconocerse que en la sociedad catalana conviven personas que defienden ese nacionalismo con otras que lo rechazan, sin que la adscripción al primero sea necesaria para ser reconocido como un «buen catalán». El catalanismo (versión dulcificada del nacionalismo) tampoco es ninguna ideología oficial, así que no ha de haber ningún escándalo por rechazar ser considerado como tal y, de nuevo, esto no ha de excluirte de la condición de «buen catalán»; a la vez que tampoco ha de darse por sentado que quien rechaza los planteamientos nacionalistas o catalanistas es un «enemigo» de Cataluña o del catalán.

El constitucionalista defenderá la aplicación plena de la Constitución en Cataluña, el sometimiento de todos los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico y la lealtad institucional. Exigirá la igualdad de derechos para todos y que nadie sea excluido del espacio público ni discriminado por sus ideas o planteamientos. También pedirá que cese la huida del Estado en Cataluña y que la distribución de competencias entre el Estado y la Comunidad Autónoma responda a criterios racionales y no sea una vía para conseguir «la independencia a trozos», como pretenden los nacionalistas. Consecuencia de todo lo anterior es que los constitucionalistas consideran que el nacionalismo, en su intento de homogeneización de la sociedad y de imposición de su ideología a través de la escuela y de las instituciones, se opone a los valores constitucionales y que esta contradicción ha de ser puesta de relieve en el debate público, orientar la actuación de otras fuerzas políticas y tener consecuencias administrativas y judiciales con el fin de garantizar el respeto a la ley y a los derechos individuales.

Se entiende así porque los constitucionalistas no les caemos excesivamente bien a los nacionalistas. Entra dentro de lo normal. Y entiéndase la afirmación. Tengo conocidos, compañeros y amigos nacionalistas con los que comparto muchísimas cosas y pienso que estos, aún sabiendo que soy constitucionalista, mantienen esa misma actitud hacia mí; lo que nos permite compartir charlas sobre los temas más variados; incluso de política (en alguna ocasión); pero mi simpatía por las personas no se traslada a las ideas que defienden. Supongo que al revés pasa exactamente igual. En el debate de las ideas, el nacionalismo ha de ser combatido, no puede contemporizarse con él porque es, como digo, contrario a valores esenciales que, entiendo, han de ser defendidos con radicalidad y convicción.

Pero -y aquí viene el drama- el constitucionalismo (catalán) tampoco tiene muy buena prensa ni en los dos grandes partidos españoles, el PP y el PSOE, ni tampoco en las formaciones mayoritarias que se dicen de izquierdas (Podemos y Sumar en la actualidad). La razón es que desde el año 1993 la gobernabilidad de España ha dependido en no pocas ocasiones de los pactos entre PP y nacionalistas o entre PSOE y nacionalistas. En 1993 fue el PSOE quien buscó la alianza con CiU. En 1996 lo hizo el PP. En 2004 y 2008 el PSOE, sin mayoría absoluta tuvo que buscar pactos con unos y otros partidos nacionalistas. En 2018, como es sabido, fue la alianza del PSOE con Podemos y los partidos nacionalistas, incluidos aquellos que habían participado, menos de un año antes, en el intento de derogación de la Constitución en Cataluña; lo que permitió desplazar a Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno, accediendo a ella Pedro Sánchez, quien ha establecido un pacto estructural con el nacionalismo.

En el caso del PSOE la necesidad se ha convertido en virtud, hasta el punto de que sus políticas, ahora, no pueden diferenciarse de las nacionalistas. El PP, en cambio, se mantiene una cierta ambigüedad, puesto que junto a figuras claramente constitucionalistas; como son el autor de este libro y su prologuista, Cayetana Álvarez de Toledo; hay otros miembros del partido que aparentan no renunciar a establecer pactos con los nacionalistas catalanes (y vascos, pero ese es otro tema). Y es aquí donde el libro de Alejandro Fernández alcanza pleno sentido como rechazo radical y argumentado de las componendas con los nacionalistas, explicando que esas componendas son incompatibles con representar a los constitucionalistas.

El libro argumenta muy bien esa postura. El recorrido político del autor le permite explicar ejemplos de la forma en que los nacionalistas entienden su papel en la historia y la forma en que pretenden transformar Cataluña. A la vez, describe perfectamente la fase de autoengaño en la que viven no pocos en «Madrid», sin entender en absoluto la naturaleza del nacionalismo y, además, tachando de ingenuos a quienes, desde Cataluña, advierten que a los nacionalistas hay que tomárselos en serio porque lo que dicen, más pronto o más tarde, lo hacen o, al menos, lo intentan.

Alejandro Fernández disecciona la dicotomía entre constitucionalismo y entente con los nacionalistas. Muestra cómo conciliar ambas es imposible y que el PP ha de optar por una de ellas; y no precisamente la de convertirse en aliado de unos nacionalistas que pretenden transformar Cataluña en un cortijo monocolor donde los no nacionalistas (esto es, los constitucionalistas) quedarían convertidos en productos de desecho; sino en auténticos representantes de ese constitucionalismo tan ayuno de voces que expliquen sus planteamientos en el conjunto de España.

A partir de este libro se entiende muy bien la difícil situación del PP en Cataluña. Cuando parece que encuentra una voz que encarna ese constitucionalismo que intentaba describir hace un momento, la necesidad de que el partido llegue a acuerdos con el nacionalismo obliga a sustituir personas o cambiar políticas. La falta de credibilidad de esos bandazos (parece que lo de «partido veleta» fuera una proyección sobre otros de vicios propios) no es fácil de explicar, sobre todo a un colectivo, el de los constitucionalistas, que juegan en un terreno muy difícil, donde la discrepancia va acompañada del desprecio, el silenciamiento y, en ocasiones, una hostilidad que puede llegar a ser física. Con personas que afrontan esas consecuencias por defender lo que creen que es justo no cabe argumentar sobre la base de cálculos partidistas; se ha de hablar con el corazón, desde la radicalidad del corazón y de la razón; como hace aquí Alejandro Fernández.

No puedo acabar sin contar una anécdota personal. No soy del PP, nunca he ocultado mis preferencias por el proyecto de Cs; pero eso no impide que tenga amigos en el PP (como los tengo en muchos partidos) y que, además, reconozca las cosas que han hecho bien cuando las han hecho. Cuando llevaba poco tiempo en Cataluña (llegué en el año 1996), comentaba con algunos compañeros no sé qué anécdota que tenía que ver con el PP y en la que yo participaba y me miraron con una cara que era como para grabarla. Me detuve un momento y les dije: «Vamos a ver, no sé si vosotros lo sabéis, pero fuera de Cataluña al PP se le considera un partido normal, como otro cualquiera». A eso se enfrenta el PP en Cataluña, a una constante hostilidad de la que podría poner muchos ejemplos. Mientras el conjunto de los españoles no asuman que en Cataluña no es posible hacer política desde posiciones constitucionalistas en igualdad de condiciones con los nacionalistas no será posible entender lo que significa militar o dirigir un partido que se adscribe a ese planteamiento en esta Comunidad Autónoma.

Por supuesto, en la actualidad -y eso el libro lo explica muy bien- el PSC no puede considerarse como un partido constitucionalista. Ya sé que cuando decimos eso nos saltan enseguida con el latiguillo de que «no aceptan lecciones de constitucionalismo de nadie»; pero que tengan claro que, a estas alturas, querer dar lecciones de constitucionalismo al PSC carece absolutamente de sentido. Sería lo mismo que pretender enseñar geodesia a un terraplanista. Cuando decimos que no son constitucionalistas no queremos dar ninguna lección; constatamos una evidencia.

En definitiva, agradezco que Alejandro Fernández haya escrito este libro que se lee de un tirón y agradezco a Cayetana Álvarez de Toledo que lo haya prologado. Ambos me representan, como también me representó en su día Inés Arrimadas; ahora cuando les escucho veo expresadas en público lo que son también mis convicciones. Unas convicciones que se explican de manera clara en este libro que bien podría titularse como yo titulo esta entrada. Espero que algún día se le reconozca como un texto fundamental en la configuración de ese constitucionalismo catalán que tan necesitado está de reconocimiento.

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