Dos hermanas

Dos Hermanas

(un relato de Rafael Arenas García)

 

El capitán se alzó y comenzó a contar su historia. Eran dos mujeres muy hermosas y viajaban solas en un camarote de primera clase. Eran hermanas pero parecían madre e hija porque una de ellas estaba muy enferma. La que no estaba enferma era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. (Eugenia Rico)

Y sin embargo, fue de su hermana de la que me enamoré. Cuando las invité a mi mesa sonreía ante los platos que no podía siquiera probar y me miraba con ojos dulces y lejanos: Parecía decirme: «no me desees, ya no soy de este mundo»; pero yo me hundía en ellos sin poder evitarlo.

Cuando cruzamos el Ecuador la besé bajo la noche de dobles estrellas. Creí tener entre mis brazos un pajarillo.

Murió antes de llegar a nuestro destino. Su hermana no se opuso a que entregáramos su cuerpo al mar. «Mejor así -dijo- «sin lápida que la recuerde».

La miré sorprendido, mis ojos enrojecidos se fijaron en los suyos, fríos, tan parecidos a los de su hermana y, sin embargo, tan diferentes.

No volví a cruzar palabra con ella durante el resto del viaje. La vi desembarcar y perderse entre la gente sin mirar atrás.

Pasaron algunos años. La Guerra ya había empezado y yo mandaba una patrullera que vigilaba el bloqueo. Detuvimos un buque y subí a bordo para inspeccionarlo. Reunimos a los pasajeros en el comedor, pero nos advirtieron que algunos, enfermos, no podían salir de sus lechos. Con el médico y otro oficial subimos a la zona de camarotes para completar la inspección.

Y allí, en una cabina de primera clase, elegante y espaciosa, vi de nuevo a la hermana de aquélla que por tan breve tiempo había sido mi amada.

Tendida en el lecho, sin apenas poder levantar la cabeza, delgada, muy delgada; al principio no la reconocí. Solo cuando sus ojos destellaron por un instante al mirarme supe que era ella. De nuevo los mismos ojos que su hermana; aunque en aquellos yo había visto dulzura y bondad; y aquí solo había miedo y rabia.

Junto a la cabecera de su lecho, en pie, había una niña de ocho o diez años. Sentí un escalofrío. La belleza de las hermanas resplandecía en aquel rostro fino y ovalado, en el pelo y, sobre todo en los ojos, hermosos y llenos de inocencia.

– Nos encontramos de nuevo -dijo ella.

– ¿Es su hija? -pregunté.

– Es la hija de mi hermana.

No pude evitar un gesto de sorpresa y eso la animó a continuar

– ¿No sabías que tenía una hija? ¿no te lo dijo aquella noche bajo las estrellas? o aún después, cuando la visitabas en su lecho de muerte?

– No, nunca me dijo nada.

– Sí, claro, por qué iba a hacerlo – parecía que hablaba para sí misma y no para mí.

– Ahora que me muero -prosiguió- la llevo con su tío, con el hermano de su padre.

– El barco no continuará ruta -aclaré- su destino declarado es un país enemigo, y de acuerdo con las leyes del bloqueo, lo escoltaremos hasta uno de nuestros puertos.

No fue un sollozo o un grito lo que salió de aquella garganta. Fue algo mucho más primitivo, mucho más animal. Supongo que cuando todavía nuestros ancestros no hablaban utilizaban aquel chillido para mostrar el mayor de los dolores, la angustia más profunda; para espantar así incluso a los espectros que les rodeaban.

La niña no se asustó. Mojó la toalla que había en la mesilla con agua de una jofaina y se la pasó por la frente. Un «cálmate tía» casi inaudible tranquilizó a la enferma.

– Déjanos solos cariño, el capitán y yo tenemos que hablar un momento; sal al pasillo, por favor.

La niña obedeció sin rechistar. Caminaba con gracia natural, como si bailara; me saludó con una leve inclinación al pasar a mi lado y salió.

No puedo contar todo lo que me explicó entonces su tía; tan sólo diré que tras aquella conversación me hice cargo de la niña, al llegar a puerto trasladamos a la enferma a un hospital y allí murió al cabo de unos días. La niña se quedó en mi casa. Estábamos en guerra y su padre era enemigo; no me costó mucho conseguir que me fuera dada en adopción. Desde entonces es mi hija, mi hija Sara.

– Una historia interesante, en verdad, capitán. Por lo que dice, esa niña ahora tendrá quince o dieciséis años ¿me equivoco?

– Diecisiete exactamente, Sr. Bastida. Hoy no ha podido acompañarnos; pero si mañana me honran de nuevo con su presencia en mi mesa podrán conocerla.

-¡Cómo! ¿Está en el barco? – preguntaron asombrados varios de los invitados interrogándose entre sí.

El capitán se atusó el bigote entrecano y sonrió.

– Sí, me acompaña en este viaje, tengo la inmensa suerte de gozar en esta travesía de la compañía de mi hija.

Al día siguiente todo el mundo aguardaba con expectación en el comedor la llegada de la hija del capitán. La historia había corrido por el barco y los que no estaban invitados a la mesa principal alzaban la cabeza con escaso disimulo para poder ver a la muchacha cuando hiciera su entrada en la sala.

Cuando finalmente entró del brazo de su padre se hizo el silencio por un momento. Todos la miraron y luego casi todos siguieron con sus conversaciones diletantes.

Sebastian no, Sebastian no apartó la vista un momento hasta que la joven se sentó. De hecho, ensimismado, pareció olvidarse de que debía él también sentarse y durante unos segundos fue el único comensal de la mesa del capitán que permanecía en pie.

Durante la cena Sara no dejó de percibir la atención con la que la miraba Sebastian. Unas miradas cruzadas, apenas unas palabras y un par de horas después los dos estaban en cubierta, bajo las estrellas, acodados sobre la borda.

– Así que el capitán os ha contado su historia -Sara miraba a la oscuridad del mar, llevaba un abrigo sobre los hombros y fumaba un pitillo que se consumía a toda velocidad por obra de la brisa.

– Sí.

– Es por eso que procuro estar en todas las cenas. Al menos cuando yo estoy presente no se atreve a soltarla.

– Bueno, es una historia triste y romántica.

– ¿También ha dicho lo del beso al pasar el Ecuador bajo el cielo de estrellas dobles?

Sara giró la cabeza hacia Sebastian al hacer la pregunta, la brisa le alborotaba el pelo, más largo de lo que marcaba la moda en aquel momento.

Sebastián se mostró azorado, así dicho resultaba mucho menos atractivo de lo que le había parecido la noche anterior, cuando el capitán relataba la novelesca historia de las dos hermanas.

– Sí, también. Bueno, supongo que a ti no te hace mucha gracia. Es normal.

– Ni me la hace ni me la deja de hacer, es una historia suya, de mi madre y de mi tía; no mía. La verdad es que estoy un tanto cansada de ella.

– ¿Y tu padre?

– ¿El capitán?

– No, quiero decir tu verdadero padre; bueno, verdadero no es quizás la mejor palabra, supongo que el capitán es tu verdadero padre, te ha cuidado…

– Ha pagado los colegios -cortó Sara- pero, en fin, eran buenos colegios; así que podríamos decir que es mi verdadero padre, sí.

– Yo quería decir tu padre natural ¿qué es de él?

– Murió.

– ¿Cuándo?

– No lo conocí, yo era muy pequeña, uno o dos años.

– ¿No vivía cuando te recogió el capitán?

– No, claro, si hubiera vivido ¿cómo me iba a adoptar el capitán?

– Ah, bueno, no es eso lo que explicó ayer.

– ¿Ah, no?

– No, dijo que te pudo adoptar porque en aquel momento estabais en guerra y tu padre era enemigo. No dio a entender que estuviera muerto en aquel momento.

– Se habrá equivocado.

Sara miraba otra vez el negro del mar. El cigarrillo ya no estaba en su labios. Sebastian la sentía cerca, la miraba, aspiraba el perfume que se mezclaba con la sal que arrancaba el aire de las olas. El capitán había dicho que su madre y su tía habían sido mujeres muy hermosas y desde luego Sara también lo era. Daban ganas de abrazarla para protegerla del frío, como se hace con un perrito y, a la vez, se advertía la dureza del acero en sus ojos, en la expresión de sus labios. Sebastián se había enamorado y al advertirlo se le aceleró el pulso y sintió vértigo; temió caerse. No hablaba por temor a tartamudear.

– Hace frío, me vuelvo al salón.

Una información casi cortés. Un gesto bastó para cortar a Sebastian que hacía ademán de acompañarla. Se fue deslizándose sobre la cubierta como una bailarina, con una gracia natural que hacía palidecer las olas; y Sebastián se quedó en cubierta, aspirando con fuerza el aire frío y húmedo.

Al día siguiente el capitán no se presentó en el comedor para la cena. Le sustituyó el primer oficial, un joven guapo y desenvuelto que hizo las delicias de las señoras mayores con sus historias picantes sobre el París exuberante de la posguerra. Cuando el capitán volvió a la presidencia de su mesa ya no le acompañaba su hija. Estaba serio, casi se diría que enfadado, articuló una disculpa breve y formal para la ausencia de su hija, habló poco y no estuvo ocurrente. Afortunadamente, la gente que se sentaba junto al capitán era distinguida y de mundo; a nadie se le ocurrió preguntarle ni por su hija ni por la historia de las dos mujeres hermosas que había conocido hacía tantos años.

Aquellos dos días sin ver a Sara fueron una tortura para Sebastian. Se hizo el encontradizo, recorrió todo el barco; incluso paso a segunda y tercera clase en un vano intento de encontrarla, de verla otra vez. Le despareció el apetito y el sueño, adelgazó a ojos vistas. Su cabeza no dejaba de dar vueltas. El sábado a la tarde, casi tres días después de su primer encuentro, la volvió a ver. Él estaba en cubierta, mirando el mar, anaranjado por la última luz de la tarde, y ella apareció de repente, casi a su vera. El viento le agitaba el pelo, como siempre, y ahora era ella quien le miraba a él. Sebastian tuvo que apartar su mirada de la suya porque temía romper a llorar de emoción.

– Sara ¿dónde estabas?

Se dio cuenta de lo absurdo de la pregunta cuando ya había salido de sus labios. Se preparó para la respuesta irónica; pero ella permaneció callada; se le acercó y cuando ya casi se tocaban le dijo:

– He discutido con mi padre.

– Lo siento.

– Le he preguntado por mi verdadero padre. Le conté lo que me habías dicho que había explicado el otro día; lo de que en realidad mi padre no estaba muerto.

Sebastián intentaba concentrarse en lo que le decía; pero apenas podía. Estaban tan cerca que sentía en su rostro el aliento de Sara, percibía los movimientos de su pecho; de vez en cuando Sebastián sentía en su rostro el roce de sus cabellos agitados por el viento.

– Que no estaba muerto… -atinó a decir sin mucho sentido, tan sólo para rellenar lo que se suponía que debía ser su turno en la conservación.

Ella le miró; Sebastian vio en sus ojos que ella comprendía lo que estaba pasando. Durante unos segundos la ira, el enfado, la contrariedad, desparecieron del rostro de Sara y una dulzura que no parecía de este mundo la vistió de la cabeza a los pies. Sebastian recordó lo que había contado el capitán sobre la madre de Sara, sobre la forma en que con sus ojos dulces le había enamorado pese a estar enferma, casi moribunda.

Sara no estaba moribunda. Sara estaba en la flor de la vida, de la salud, de la juventud, de la energía. Era una mujer deseable y ahora miraba con dulzura infinita a Sebastian, casi como pidiendo disculpas por molestarle con sus problemas.

– Sea como sea, el caso es que me he peleado con mi padre y no pienso volver a verlo.

– Pero, eso es una locura ¿cómo vas a abandonarlo ahora? ¡Si estamos en medio del mar, en un barco del que él es, precisamente, el capitán!

– En cuanto lleguemos a puerto seguiré mi propio camino.

– ¿Y qué harás?

– No lo sé, ya se me ocurrirá algo.

– ¿Conoces a alguien en América? ¿Tienes billete de vuelta para Europa? ¿Dispones de dinero?

Sara sonrió y negó con la cabeza… tres veces.

– Pues entonces serás mi invitada -Sebastian estaba rojo de emoción, de placer. Es como si llevara toda la mañana persiguiendo a un zorro sin poder acercarse siquiera y, de pronto, éste se metiera entre las patas de su caballo.

– Estás loco. Apenas nos conocemos. Creo que ni siquiera hemos sido presentados formalmente. ¿En calidad de qué sería tu invitada?

– Pues en calidad de amiga; y no serás propiamente mi huesped. Eso sería indecoroso. Serás invitada de mis padres.

– Pero si no les conozco.

– Se acabó, se acabó – Sebastian se había animado definitivamente- son encantadores mis padres; tienen una mansión en Connecticut que ahora les viene demasiado grande. Pobres, todos sus hijos hemos ido volando, aunque mantengamos allí nuestras habitaciones. Les encanta recibir invitados y tú eres, eres… una maravilla. Estarán felices de recibirte.

Sara sonrió, apartó el pelo de la cara, le miró de nuevo dulcemente. Sebastian dudo en besar aquella boca entreabierta que tenía tan cerca; pero tuvo el buen juicio de contenerse, tomar delicadamente la mano de Sara y depositar un beso real, aunque no excesivo sobre su dorso, en el hueco que dejan dos venas azules bajo la piel suave y rosada.

La boda fue alegre; sencilla sin que faltara de nada; alejada del boato chabacano de las ceremonias que se celebraban en el centro de Nueva York. La mansión de Connecticut acogió a la pareja feliz, a los padres de Sebastian y también al capitán, quien pudo llevar orgulloso, a su hija hasta el altar. Quizás Sara no era el partido que hubieran deseado los Sres. Mansfield; pero en los seis meses que vivió con ellos les acabó cautivando con su elegancia, inteligencia, educación y sensibilidad. Cuando ella y Sebastian les comunicaron, muy serios y cogidos de la mano, de pie en medio del gran salón; que habían decidido casarse, la noticia no les sorprendió en absoluto, lo aceptaron con la inevitabilidad de un día de sol o de lluvia.

Al caer la tarde, los nuevos esposos se subieron a un automóvil sin techo conducido por el sirviente más antiguo de la casa y, agitando manos y lanzando besos, se marcharon por el camino de tierra que daba acceso a la finca. Un kilómetro más allá, el chófer detuvo el vehículo, cerró la capota, se subieron los cristales, se clausuró la separación entre la parte de los pasajeros y la del conductor, y el vehículo se convirtió en incómoda alcoba nupcial. El viaje hasta Hartford no permitió la consumación canónica del matrimonio; pero fue suficiente para que Sara y Sebastian conocieran todo lo que aún cada uno desconocía del cuerpo del otro. Cuando bajaron del vehículo ante el hotel que les aguardaba ya se miraban como se miran los esposos.

El viaje de novios les conduciría hasta Europa, Sara había insistido en que Berlín estuviera en las ciudades que visitarían. Sebastian no planteó problemas a esta inclusión, ni siquiera preguntó el por qué de este capricho que no era excesivamente habitual (París, desde luego; y también Italia, Roma, Florencia y, por supuesto, Venecia); Londres era también un destino corriente; Berlín, no tanto). Se hicieron las reservas y se planificó la ruta. Berlín condicionaba el viaje, que se alargaba así hasta superar los tres meses: primero visitarían París, de allí seguirían ruta hasta Amsterdam y Hamburgo para alcanzar Berlín a finales de mayo. En Berlín permanecerían diez días y de allí se dirigirían a Praga y Viena para, después, pasar a Venecia, Florencia, Roma y Nápoles. En Nápoles embarcarían para el regreso, tocando tierra en Gibraltar antes de llegar a Southampon y allí tomar el transatlántico de vuelta a Nueva York.

Estaban en mitad del Atlántico, dirigiéndose a toda máquina hacia el Este, en una tarde clara y despejada; juntos en cubierta, acodados como aquella primera vez, disfrutando de la luz y de la brisa. Sebastian la contemplaba extasiado, recreándose en su rostro, en los ojos cerrados para disfrutar aún más del calor del Sol.

– ¿Por qué te apetecía tanto visitar Berlín? – le preguntó.

– Porque quizás allí todavía se encuentra mi verdadero padre.

Sara no abrió los ojos para decir esto; siguió disfrutando del sol que le caía sobre la cara, sin darle mayor importancia a lo que acababa de decir.

Cuando llegaron a Berlín había transcurrido más de un mes desde que habían puesto el pie en Calais. El París de los paseos románticos por los Campos Elíseos o junto al Sena, de las cenas en Maxim’s y de los espectáculos nocturnos; de los desayunos en la Torre Eiffel y las mañanas en el Louvre ya era pasado; así como los canales de Amsterdam y la ópera de Hamburgo. Habían gozado y habían tenido sus primeras riñas. Cosas poco serias que indefectiblemente concluían con una reconciliación efusiva. Habían comenzado a conocerse; él ya sabía que a ella no le gustaba el marisco ni la carne de cordero, y que prefería el vino rosado al tinto. Él confiaba que ella ya se hubiera dado cuenta de que prefería el café al te y que no le gustaba acostarse tarde.

Llegaron casi al caer la noche. En la estación de Friedrichstrasse tomaron un taxi que enseguida enfiló Unter den Linden. La oscuridad y las últimas luces del día disputaban aún el cielo sobre Tiergarten, el inmenso parque que separaba el viejo Berlín de Charlottenburg; y esa lucha hacía que la Puerta de Brandenburgo se recortara contra el cielo azul oscuro de forma siniestra.

Junto a la misma puerta de Brandenburgo estaba su hotel, el Adlon; el más elegante y caro de todo Berlín. Su fachada de puro estilo prusiano no animaba los corazones, y menos los de dos viajeros cansados recién llegados que aún guardaban en la memoria las luces y sonidos de París; pero bastó cruzar las puertas y pisar el suntuoso hall para que se sintieran como en casa: luces, colores cálidos y conversaciones en francés por todas partes.

Aquella noche cenaron en el restaurante del Hotel. Sara se había cortado el pelo en París, ahora lo llevaba «a lo garçon», el estilo de moda. Lucía un vestido sin mangas y bastante corto. Sebastian se deleitaba en contemplar la forma en que arqueaba la mano para llevar la copa a la boca, en los labios que se hundían ligeramente en el champán, en los ojos que de vez en cuando se lanzaban juguetones a explorar la sala. Era un sueño hecho carne.

Respiró hondo y le preguntó:

– ¿Cómo piensas encontrar a tu padre?

Era la primera vez que el tema salía desde aquella tarde en la cubierta del transatlántico que les llevaba a Europa. Sara dejó la copa encima de la mesa, frunció los labios y clavó su mirada en Sebastian. En aquel rostro ahora no había un solo átomo de dulzura; era todo él el acero que Sebastian recordaba de aquella primera noche bajo las estrellas hacía casi un año.

Cuando los ricos buscan a alguien no van puerta a puerta preguntando por él: contratan a un detective. Esa misma noche, Sebastian hizo saber en recepción que estaría interesado en entrevistarse con un detective privado para un asunto que nada tenía que ver con el hotel. A la mañana siguiente, a la vuelta de la excursión que Sara y Sebastian habían hecho a la Isla de los Museos, se encontraron con una nota junto a la llave de su habitación en la que se les indicaba que Herr Konstantin Mezger, detective privado, aguardaba a ser recibido por Mr. Mansfield. Un saloncito discreto fue ofrecido por el hotel para la entrevista, de forma que los Sres. Mansfield no tuvieron que franquear las puertas de su suite al tal Sr. Mezger.

– Así que se trata de buscar a un hombre.

Mezger había dejado la minúscula taza de café en la mesa y había sacado un bloc de notas y una pluma barata, aunque ostentosa.

– Sí, al Sr. Carl Bülow.

Sebastian había respondido con rapidez, como queriendo adelantarse a Sara, quien había insistido en estar presente en la entrevista; pese a lo inadecuado que resultaba -según Sebastian- que una dama como ella tuviera contacto con un personaje turbio como es un detective privado; una persona que tenía por profesión «remover entre la mierda», según expresión del propio Sebastian.

– Y ¿qué sabemos de este Sr. Carl Bülow?

La pregunta era natural e ingenua, formulada a la vez que la pluma, liberada del capuchón, adoptaba la posición de empezar a escribir, apenas separada de una hoja de la libreta, la tinta casi goteando desde la punta del plumín.

Sebastian parecía que iba a responder; inició una palabra y se paró; enrojeció y se volvió hacia Sara.

– Este Sr. Carl Bülow vivía en Berlín en torno al año 1906. Tuvo una hija, Sara; nacida el 12 de abril de 1906 en París; y un hermano, Heinrich. Desconocemos si tenía más hermanos o hijos.

Sara había hablado con naturalidad y precisión; sin demostrar tampoco la emoción que, sin duda, aceleraba en aquel momento sus pulsaciones.

– ¿Qué edad tiene el Sr. Bülow? ¿Qué profesión? ¿Conocemos el barrio en el que vivía, al menos?

– En el año 1906 debía tener más o menos 25 años; pero se trata tan solo de una aproximación. No sabemos su profesión, aunque sí que se trataba de una persona de buena posición económica.

– ¿Cómo se llama la madre de su hija Sara?

– María, María Roca Galés.

– ¿Española?

– Sí, española.

– ¿Dónde vive?

– Falleció en 1909, en el mar, en la travesía entre Barcelona y Ciudad del Cabo.

– Lo siento.

Herr Mezger se dio cuenta inmediatamente de que había metido la pata. Nadie le había dicho que la tal Sara era la mujer con la que hablaba en aquel momento, por más que para él fuese más que evidente; debía haber continuado el interrogatorio de forma neutral; pero la lluvia de tristeza que por un segundo cubrió el rostro y la figura entera de la hermosa muchacha que tenía enfrente le hicieron bajar por un momento la guardia.

Sara no se dio por aludida y recompuso su figura en silencio mientras esperaba la siguiente pregunta.

Mezger parecía repasar sus notas, aunque, en realidad, buscaba una forma adecuada para poner fin a la entrevista sin dejar colgando su inapropiado «lo siento».

– Bueno, creo que con esto ya puedo empezar a trabajar. No les garantizo nada; porque Berlín es una ciudad grande y los datos de los que disponemos son pocos. Si en unos días veo que no es posible avanzar se lo comunicaré sin tardanza ¿les puedo localizar en este mismo hotel?

– Sí, permaneceremos aquí todavía unos días -dijo Sebastian, aprovechándose del mutismo de su mujer para retomar protagonismo.

– ¿Unos días? ¿Cuántos días?

Sebastian iba a responder, pero Sara fue más rápida.

– Los que sean necesarios, usted manténganos informados de sus avances.

Un pequeño gesto de contrariedad en Sebastian. Konstantin Mezger empezó a hacer cábalas acerca de cuál de los dos le contraría para espiar al otro al cabo de unos años… siempre que permanecieran en Berlín, claro.

– Les mantendré informados; por cierto, mis honorarios son de 12 libras esterlinas diarias más gastos; en los tiempos que corren no me es posible aceptar el pago en marcos, la inflación, ya saben.

– Lo sabemos, lo sabemos, y por el dinero no tiene que preocuparse.

Sebastian se mostraba levemente displicente a la vez que se levantaba para marcar el fin de la conversación que, sin saber muy bien por qué, le había incomodado profundamente.

Los días transcurrían sin noticias del Sr. Mezger. La entrevista con el detective había tenido lugar el martes por la mañana. Miércoles, jueves, viernes y sábado concluyeron sin que hubiese una sola nota para Sara y Sebastian en recepción. No esperaban que el domingo el detective diera señales de vida, y pasaron el día relajados confiando en que el lunes ya sabrían algo sobre sus pesquisas; pero cuando el lunes a la hora de la comida comprobaron que no había todavía ningún recado de Mezger comenzaron a preocuparse. El jueves por la tarde partía su tren hacia Praga y si tenían que retrasar el viaje a Checoslovaquia no tenían mucho tiempo para cambiar billetes y reservas de hotel.

Como es natural, era Sara quien se encontraba especialmente nerviosa. Los días en Berlín fueron los más tensos de su aún corto matrimonio. Ni siquiera en los primeros días tras la entrevista con el detective se mostró relajada y atenta como había estado en París, Amsterdam o Hamburgo. A Sebastian le sorprendía un tanto la mujer irritable que ahora descubría y que no había dado ninguna muestra de existencia en el año que había transcurrido desde aquella primera cena en la mesa del capitán; pero tampoco le daba excesiva importancia. Al fin y al cabo, la situación en que se encontraba Sara era absolutamente excepcional. No es habitual que a los dieciocho años estés a punto de conocer a un padre que creías muerto hacía más de quince años.

El lunes, sin embargo, Sebastian estuvo a punto de perder los nervios. Sara se había negado a moverse del hotel, confiando, sin duda, estar en él cuando llegara el ansiado billete del detective. Sebastian se plegó a su deseo; pero la mañana transcurrió de forma tormentosa: ella no encontraba ocupación, inmediatamente se cansaba de la revista o libro que había tomado en el hall; se enfadaba por cualquier falta mínima del servicio e, incluso, llegó a discutir con otro cliente con motivo de una fruslería en la tienda de flores del hotel. A la hora de la comida retrasaba con cualquier pretexto la entrada en el comedor y Sebastian, que era buen comedor, comenzaba a perder la paciencia mientras consultaba con gesto exagerado su reloj de bolsillo.

Es por todo esto que cuando a eso de la una Konstantin Mezger cruzó la puerta del hotel, Sebastian no pudo evitar exhalar un suspiro de alivio que casi fue oído en la otra punta del hall.

– Señores Mansfield, que agradable coincidencia encontrarles precisamente en el hall, sin necesidad de tener que pasarles ningún aviso.

– Desde luego que sí -dijo Sebastian- precisamente estábamos esperando para entrar al comedor y fíjese que estupenda circunstancia que nos lo encontramos a usted.

– Por favor, por mi no retrasen la comida, yo ya he comido y les esperaré aquí fumándome tranquilamente un cigarro.

– De ninguna manera, de ninguna manera; en realidad todavía no tenemos apetito ¿verdad Sebastian? Nos sentamos y nos explica qué es lo que ha averiguado, porque ha averiguado algo ¿verdad?

Konstantin Mezger sonrío sin mirarlos mientras se desabrochaba dos botones de la americana para sentarse más cómodamente. Bajo el brazo izquierdo llevaba una carpeta de color azul que alargó a Sebastian en el momento en el que éste también se sentaba.

– Aquí está lo que he podido averiguar hasta ahora, he redactado un pequeño informe.

Sebastian abrió la carpeta y hojeó la docena de folios que figuraban en su interior; estaban escritos en francés; lo que no dejaba de ser un detalle para alguien que, como habían podido comprobar ya en su primera conversación, hablaba con cierta dificultad esa lengua. Nunca deja de sorprender la capacidad de los alemanes para documentar con detalle y rigor cualquier acontecimiento o tarea; pareciera que la burocracia fuera consustancial a su forma de ser.

– Estoy segura de que nos podrá hacer un pequeño resumen de sus investigaciones.

Para Sebastian era evidente que Sara estaba realizando un gran esfuerzo para mantener el tono cortés y distante que correspondía.

– Por supuesto, por supuesto. Bien, sin más preámbulos; creo haber identificado al Sr. Bülow que andan buscando; aunque, para no crear falsas expectativas, no he podido constatar que aún siga viviendo en Berlín.

Un pequeño silencio y continuó ante la mirada expectante de Sara y Sebastian.

– He localizado a un Sr. Bülow, Carl; hermano de otro Sr. Bülow, Heinrich; con otros dos hermanos; Clara y… Sara. El mayor de los hermanos es el Sr. Heinrich y Carl Bülow es el penúltimo, tan sólo mayor que Sara. Heinrich nació el…

Como por arte de magia del bolsillo interior de la americana había aparecido una copia del dossier que acababa de entregar y Mezger lo consultaba para comprobar las fechas.

– Sí, el 5 de febrero de 1874; Clara el… 12 de noviembre de 1878 y Carl el 5 de mayo de 1880. Sara nació el 19 de octubre de 1886. Todos hijos del matrimonio formado por Carl y Angela Bülow, nacidos…

– Bien, nos hacemos cargo de que estos señores también nacieron en algún día, prosiga, por favor.

Sara comenzaba a perder la paciencia ante semejante alarde prusiano de datos.

– Bueno, como me habían indicado, se trata de una familia de posición económica desahogada, con propiedades en varias zonas de Alemania y, sobre todo, con participación en varias industrias en Berlín y en la Cuenca del Ruhr. En los últimos años parece ser que la ocupación del Ruhr por los franceses les ha afectado; aunque sin que eso suponga que hayan dejado de ser una familia en buena posición, la reciente inflación, además…

– Bien, miraremos eso en su informe; pero vaya al grano, por favor.

– Disculpe, Sra. Mansfield; pero si me indica cuál es el grano podría quizás serle más útil.

La mirada de Mezger había subido un grado en dureza; parecía que él también se estaba cansando.

– Será usted quien me disculpe ahora -intervino Sebastian- pero no le entiendo.

– Ustedes me han pedido que localizara al Sr. Bülow y no me han dado más indicaciones; yo me limito a ofrecerles todos los datos que he podido encontrar sobre el Sr. Bülow; ahora bien, si están interesados en algo concreto; pregúntemelo y si está entre lo que he descubierto con mucho gusto me extenderé sobre los puntos que más les interesen.

Las cartas boca arriba, claro. Si uno acude al médico ha de contarle todos los síntomas de su enfermedad, por humillantes o dolorosos que sean; si se acude a un detective privado hay que poner nuestra vida en sus manos; de otra forma no será útil y, además, puede acabar enfadándose.

– ¿Qué ha podido averiguar de la época en la que tuvo a su hija Sara?

– Efectivamente, consta en el Registro Civil el nacimiento de su hija Sara, acaecido en París en la fecha que usted me dijo.

– ¿Con algún otro detalle?

– Bueno, nada extraordinario, consta como hija del Sr. Bülow y de su esposa.

– ¿De su esposa?

– Si, de su esposa, la Sra. Bülow, de soltera Roca Galés, tal como usted me había dicho; bueno, con un pequeño error; usted me había dicho que el nombre de pila de la Sra. Roca Galés, luego Bülow, era el de María y en el Registro consta Ana, Ana Bülow, de soltera Ana Roca Galés.

– Pero, eso es imposible

– ¿Por qué es imposible, Señora Mansfield?

– Ana Roca Galés no es mi madre, es mi tía, y ella nunca estuvo casada con el Sr. Bülow.

Una mañana soleada en París. Es el verano de 1906, Alfred Dreyfuss acaba de ser reintegrado al ejército y aún se habla sobre las consecuencias del terremoto en San Francisco unos meses antes. Los Campos Elíseos son una fiesta de colores, vestidos, sombreros, bastoncillos, sombrillas y coches de caballos junto a algún automóvil. Por la impresionante Avenida, subiendo hacia el Arco del Triunfo, dos mujeres pasean con tranquilidad, apoyada una en el brazo de la otra. Una vestida de azul, otra de blanco; ambas con amplios sombreros levantados por un lado que permiten ver el esplendor de sus rostros. Ambas son muy hermosas y ambas caminan con gracia de diosas. En ambas una mirada dulce corona un rostro delicado sin resultar frágil.

Un paso por delante de ellas una criada empuja un cochecito vestido de rosa en el que se adivina una cabecita que ya pugna por levantarse, por mirar el mundo en el que hace poco que ha caído. La mirada normalmente despreocupada de las mujeres se posa de vez en cuando en el cochecito y entonces, por un segundo, la dulzura y tranquilidad se transforma en atención, la mirada lánguida parece ahora la de un felino que otea en busca de su enemigo. Evidentemente, la niña del coche es hija de una de las dos mujeres, pero ¿de cuál? ambas se turnan en la vigilancia del bebé, ambas muestran la misma preocupación y atención en el cuidado de la criatura; ninguna de las dos muestra en su figura esbelta las señales de una maternidad reciente.

Junto a ellas camina un joven de unos veinticinco años. Es bastante alto y rubio, con el pelo corto y bigote también rubio. Los ojos son vivaces, inteligentes, chispeantes. De vez en cuando se acerca a las mujeres y les comenta algo casi al oído. Sin llegar a escucharlo sabemos que lo que dice es gracioso y ocurrente; es una persona jovial, culta e inteligente. También de vez en cuando mira el cochecito con prevención, como temiendo que cualquier transeúnte torpe pueda caerse encima y aplastar a la niña. A veces avanza dos pasos y hace una carantoña al bebé. Podríamos pensar que es su padre y por tanto con mucha probabilidad el esposo, prometido o amante de una de las dos mujeres; pero ¿de cuál? A ambas parece mirar con ternura y amor. Sería difícil saber cuál recibe las atenciones fraternales de una cuñada y cuál el amor pasional de un amante. Porque entre todas estas dudas la única certeza es que ambas mujeres son hermanas. No es imaginable que dos vientres diferentes hubieran concebido dos mujeres con una gracia tan semejante.

Sara se quitó los zapatos y se estiró sobre el sofá de su suite. En las manos tenía los papeles que les había entregado Mezger. Sebastian se había quedado con la última hoja del informe, donde figuraban los honorarios, y sentado ante el escritorio se disponía a extender un cheque.

– ¡180 libras esterlinas! ¡por Dios que sale caro este detective! No creo que haya utilizado ni la mitad de estas noventa libras de gastos que nos quiere cobrar.

Sara ni le miró; estaba absorta en los papeles que tenía enfrente. Fechas, nombres, lugares, datos de una familia que todavía no sentía como suya. Allí estaban sus tías y su tío, el nombre de algunos primos, sus abuelos; fechas de nacimiento y de boda, direcciones… y algunas cosas, pocas, de su padre. Sabía cuándo había nacido y dónde (en Berlín, en el barrio de Charlottenburg); sabía a que «Gimnasium» (instituto) había ido, cuándo se había graduado. También sabía que se había matriculado en la Universidad Humboldt de Berlín, en la Facultad de Ciencias, y que había hecho el servicio militar en una unidad de caballería. Sabía también que se había ido a París en 1903 y, a partir de ahí, comenzaba el misterio, los datos que no acababan de encajar, las piezas sobre las que daba vueltas una y otra vez desde la conversación con Konstantin Mezger.

Se había casado con Ana Roca Galés el 15 de abril de 1905, en París, en la embajada de Alemania y el 12 abril de 1906 había nacido Sara; o sea, ella; pero, sin embargo, no había nacido de su madre, María, sino de su tía, Ana. Cuando Mezger explicó que en el Registro Civil constaba que su madre era Ana y no María el primer impulso de Sara fue el de pensar que no podía ser más que un error. Ahora, un par de horas más tarde la duda acerca de quién había sido realmente su madre empezaba a anidar en su cerebro. Repasaba los años en los que aún vivía Ana para intentar encontrar un indicio que le permitiera resolver el enigma. Apuraba los escasos recuerdos que tenía de María para hallar una imagen, una palabra, un gesto que la iluminaran. Traía de nuevo a su mente cada conversación con el capitán acerca de su pasado, intentando escrutarlas en sus mínimos detalles con el fin de averiguar si su padre adoptivo conocía las claves del misterio que ahora se le presentaba.

La cabeza comenzaba a dolerle, la espera, el esfuerzo, la tensión resultaban demasiado intensas. Estaba embotada, casi al borde la nausea, saturada.

– Bien, ahora ya no será necesario retrasar el viaje hasta Praga -quien hablaba era Sebastian- el jueves podemos tomar el tren tal como estaba previsto.

Un gesto de estupefacción absoluta desencajó el rostro de Sara.

– Perdona ¿cómo dices?

Sebastian había hablado sin dejar de repasar la exagerada minuta de Konstantin Mezger, casi como dirigiéndose a sí mismo más que a su esposa; es por eso que la pregunta de ésta le sorprendió. Se giró y la miró unos segundos con el rostro abstraído antes de contestar. Estaba en mangas de camisa, sin corbata y con el cuello duro desabrochado.

– Digo que ahora ya no hay motivo para alterar nuestros planes iniciales, el jueves partiremos hacia Praga.

– Para el jueves quedan solamente tres días, y puede que no sean suficientes para hacer todo lo que aún tenemos que hacer en Berlín.

– ¿Qué tenemos que hacer?

– Intentar hablar con mi tío Heinrich, visitarle en – Sara buscaba entre los papeles del informe- en Witzlebenplatz, número 4.

– Bueno, quedan tres días, creo que será tiempo más que suficiente para visitar a tu tío.

– Quizás, pero en caso de que esté fuera de la ciudad, o se retrase en atendernos, quiero tener la oportunidad de saber algo más de mi padre. Si es preciso me gustaría quedarme más días en Berlín.

Sebastian resopló ligeramente, se levantó y dio un par de pasos con las manos en los bolsillos del pantalón. Se había sacado los tirantes de los hombros y al meter las manos en el pantalón éste se le bajó un poco.

– Desde luego, claro – no miraba a Sara; paseaba y parecía pensar en voz alta- quizás lo mejor sea olvidarnos de Praga. Total allí íbamos a estar tan sólo cuatro días; podemos permanecer esos cuatro días en Berlín y viajar directamente a Viena. De esta forma estaríamos en Berlín hasta… hasta el martes de la semana que viene.

Sebastian se paró, se giró hacia Sara y sonrió.

– ¿Crees que con una semana más será suficiente, cariño?

Sara no le premió por su generosidad. No levantó la vista de los papeles y se limitó a decir «quizás». A Sebastian le pareció suficiente. Se volvió a colocar los tirantes, se ajustó el cuello duro y cogió la corbata y la chaqueta.

– Voy a hacer las gestiones para el cambio de billetes y reservas. Hasta ahora, preciosa.

Sebastian había sugerido que lo mejor sería enviar una carta a Heinrich Bülow; pero Sara insistió en acudir personalmente a la dirección que les había facilitado Mezger. Si querían averiguar algo más acerca de Carl Bülow, Heinrich era la única opción que les quedaba. El detective no había encontrado ninguna información sobre el padre de Sara posterior a su marcha a París, su boda y el nacimiento de su hija. Los padres de Carl habían muerto hacía años y sus dos hermanas vivían fuera de Berlín, una en Frankfurt del Main y la otra en Múnich. Tan sólo Heinrich permanecía en Berlín dirigiendo una de las industrias familiares;. Heinrich era la persona con quien tenían que hablar.

La mañana del martes pidieron un taxi y en él enfilaron la inmensa avenida que prolongaba Unter del Linden más allá de la puerta de Brandemburgo, partiendo en dos el Tiergarten. El viaje era una línea recta casi perfecta: Tiergarten más allá de la Columna de la Victoria y luego ya la calle principal de Charlottenburg hasta llegar a un pequeño lago que quedaba a la izquierda de la avenida. Allí se encontraba Witzlebenplatz, una manzana de casas señoriales con vistas al mismo lago.

Sara no quiso que el taxi les dejara justo en la puerta, le pidió que se parara en Bismarckstrasse, a apenas cien metros de su destino final. Allí bajaron del vehículo y se dirigieron caminando hacia la casa de Heinrich Bülow.

Era una hermosa mañana, el lago, rodeado de árboles ofrecía una vista realmente bella. Caminaban entre los árboles, a su derecha, y las casas, a su izquierda. Sara se iba fijando en aquellas viviendas de gente acomodada, todas de tres o cuatro plantas y separadas de la calle por un minúsculo jardincillo. Se fijaba en los colores y en los cuatro o cinco escalones que, indefectiblemente, separaban la puerta principal del nivel de la calle. Casi cuando habían llegado al número 4, Sara vio como un gato blanco y negro saltaba el seto que separaba la casa que tenían a su lado de la calle y corría veloz hacia el lago.

Fue un destello, un pálpito. Sara se detuvo y se apoyó en Sebastian. Notaba como la sangre confluía en su corazón, cómo las mejillas palidecían.

– ¿Qué sucede, cariño? ¿qué te pasa?

Sara tragó saliva antes de contestar.

– Yo ha he estado aquí, yo viví aquí, yo viví aquí con papá, con mamá y con tía María. Ahora lo recuerdo, ahora lo he recordado.

Sebastian se quedó mirándolo estupefacto, no entendía nada de lo que había dicho Sara, ni una palabra. Sara había hablado en alemán.

Sara seguía apoyada en Sebastian, éste sentía en su brazo la presión de la mano de ella, y en su hombro el peso de su cabeza. Le rozaban sus cabellos oscuros, que resaltaban la palidez que tan de repente le había sobrevenido. Sebastian la forzó a dirigirse hacia uno de los bancos que estaban dispuestos a la sombra de los árboles, junto al lago, y allí se sentaron.

Los bosques y el lago traían nuevos recuerdos a Sara; pero éstos ya no la desgarraban como la primera iluminación. Imágenes sueltas, inconexas, como fotografías movidas. Respiró hondo y se negó a concentrarse. Prefería dejar fluir la mente, intentar relajarse.

El lago azul en la tarde de domingo; su padre sin chaqueta, le veía correr hacia ella; siempre cerrándole el paso al lago; sus piernecitas se agitaban, el aire le volaba el sombrerito con el lazo azul.

-¡Mamá, mamá! ¡Papi, papi!

Su madre tumbada junto a la tía, juntas como dos diamantes engastados en el mismo anillo, como dos pendientes de brillantes en la misma caja. Miraba a su madre, miraba a su tía, sin saber ahora cuál de las dos era su madre y cuál su tía.

– ¿Estás bien? ¿Estás bien Sara?

Sebastian sudaba, lo notaba en las manos que agarraban las suyas. Se giró hacia él, sonrió.

– Estoy bien, estoy bien. Déjame un minuto para que me reponga y seguimos.

– ¿Seguimos? Si ver un gato casi te mata ¿qué podemos esperar de una entrevista con tu tío? Lo más sensato es volver al hotel, ya vendremos otro día en que te encuentres mejor. Hay tiempo, no hay problema.

Sara, en realidad, había dejado de escuchar. Se levantó cuando Sebastian estaba todavía hablando y con las palmas de las manos se estiró la falda por delante, borrando las arrugas que se habían formado al sentarse.

El criado que les abrió la puerta del número 4 hablaba un poco de francés. Le explicaron que deseaban ver al Sr. Heinrich Bülow y le pasaron la nota que habían preparado. El criado les indicó que el señor Bülow no estaba; pero que si lo deseaban le entregaría la nota a la Sra. Bülow. Ni Sebastian ni Sara vieron inconveniente alguno en ello. Durante un segundo el sirviente pareció dudar; pero finalmente les indicó que esperaran en una pequeña salita a la izquierda del hall. En aquellos tiempos un buen vestido aún marcaba la diferencia entre esperar ante la puerta de servicio o ante una acogedora chimenea en invierno y una jarra de limonada en verano.

No llevaban mucho rato esperando cuando el criado apareció de nuevo; traía un sobre en la mano que entregó directamente a Sara, quien lo abrió con mano temblorosa.

«Apreciados Sres. Mansfield: lamento profundamente no poder recibirles hoy. Mi esposo está fuera de Berlín y el asunto que me comentan es lo suficientemente delicado como para que no resulte conveniente que yo lo trate con Ustedes sin estar él presente. En los próximos días regresará a la ciudad y entonces estaremos muy honrados de recibirles en nuestra casa. Si no les parece inapropiado les dejaría el recado en el Hotel Adlon. Suya afectuosa, Magdalena Bülow».

El criado aguardaba una contestación. Sara le confirmó su aquiescencia con un movimiento de cabeza y un casi inaudible «de acuerdo» a la vez que le alargaba el papel a Sebastian. Aún sin que éste hubiera podido concluir su lectura, Sara recogió su sombrilla y se dirigió hacia la puerta. Las facciones duras, el gesto contenido, el movimiento rápido. Ni siquiera en la calle se dirigió a Sebastian, apresuró el paso, como si confiara ciegamente en que él la seguiría, y espero hasta doblar la esquina con Bismarckstrasse. Allí, en la calle principal, sin poder ver ya la que había sido su casa, Sara rompió a llorar.

Lo cierto es que ni Sara ni Sebastian esperaban que los Bülow les volvieran a llamar. Aunque no hablaron de ello, ambos pensaban que les habían despedido cortés y definitivamente. A partir de aquí, sin embargo, los análisis divergían. Sara no dejaba de darle vueltas a la forma en que podría continuar sus pesquisas sobre su padre; mientras que Sebastian hacia cábalas acerca de cuándo podrían abandonar Berlín. Sin necesidad de discutir con Sara había asumido que Viena se caía también del viaje; pero el día 24 de junio tenían reserva para entrar en el Grand Hotel des Bains en el Lido y no pensaba también renunciar a la ciudad italiana. Daba por bien empleados aquellos días tensos en Berlín si el 23 de junio, a primera hora de la mañana podía abandonar la ciudad camino del sur acompañado por su encantadora esposa, dueños absolutos de un coche cama donde resarcirse de los sinsabores de la última semana.

Por eso fue una sorpresa para ellos encontrarse el martes siguiente, 17, una nota de los Sres. Bülow en la que invitaban a los Sres. Mansfield a tomar el te en su casa. En caso de que no les fuera posible acudir les pedían por favor que les indicaran el día en el que sería posible el encuentro.

– Dios mía, querida, ya están aquí.

Era Heinrich Bülow quien había hablado. Estaba de pie en medio del salón cuando entraron Sara y Sebastian. Era alto, representaba los cincuenta años que tenía, pero era aún atractivo; el cabello casi completamente cano y el bigote, también blanco le prestaban un aire señorial sin ser envarado. Los ojos eran negros y chispeaban, sus movimientos eran vivaces. La mano que extendió a Sebastian era nervuda y firme, estrechó la de su invitado con franqueza sin llegar a ser excesiva la fuerza empleada. Solo tras saludar a Sebastian se dirigió a Sara, la contempló durante unos segundos, los ojos se le humedecieron visiblemente.

– No hay duda, eres tú.

A Sara también le brotaban las lágrimas, permanecía quieta y callada, esperando. Finalmente Heinrich dio dos pasos, le tomó la mano y se la besó. Todos eran conscientes de que algo más efusivo podría haber hecho que la entrevista comenzara en un mar de lágrimas.

Magdalena Bülow también parecía emocionada; pero la impresión que Sara causó en ella, y la que ella causó en Sara fueron menores. Se besaron delicadamente en las mejillas y todos se sentaron en torno a la mesa con el te, el café y las pastas.

-En fin, ¿por dónde empezar? -era Heinrich quien tomaba la iniciativa- cuando hace unos días Magdalena me informó de su visita me era difícil creer que realmente fuera usted la hija de mi hermano. Todo hay que decirlo, encargué que se hicieran algunas averiguaciones, algunas pesquisas… pero, en cualquier caso, basta verte para saber que eres mi sobrina, eres igual que tu madre; tienes su misma figura, los mismos ojos… todo; es… es como volver veinte años atrás. Estoy contento de volver a verte después de tanto tiempo; pero, dígame ¿cómo dio con nosotros?

Se notaba que Heinrich estaba acostumbrado a dominar la escena y hablaba un muy buen francés; pero su constante duda entre el «tú» y el «usted» mostraba que en este caso la situación le superaba; aunque sin transmitir que se sintiera incómodo por ello; pareciera que la alegría podía con el desconcierto.

– Mi padre adoptivo me había dicho que mi verdadero padre estaba muerto; fue hace poco cuando me confesó que no estaba seguro de este extremo; que en el momento de la adopción no se verificó su fallecimiento. Él tampoco tenía muchos datos sobre él, o al menos me dijo que no los tenía; pero sí me indicó que su última residencia había sido Berlín. Aprovechando que nuestro viaje de novios -y ahí Sara apretó ligeramente la mano de Sebastian, sentado a su lado- pasaba por Berlín decidimos intentar averiguar si todavía tenía familia en la ciudad. Contratamos a un detective privado quien nos facilitó esta dirección y… aquí estamos.

Heinrich y Magdalena se miraron un momento y sonrieron.

– Bien, bien. Es, desde luego, una sorpresa muy agradable; pero supongo que tendréis alguna pregunta; y nosotros también, por supuesto.

Heinrich era afable, había adelantado el torso para decir esto; pero en el fondo de su mirada brillaba algo más; un rastro felino que a Sara no le pasó desapercibido.

Sara tomó aire; sabía lo que quería decir, pero no cómo. Un vacío llenaba su cabeza; era como enfrentarse al mar desde lo alto de un acantilado. Sabes lo que hay que hacer, pero no la forma en que lo harás. Miró al vacío ante sus pies y saltó:

– ¿Quién era mi madre, Ana o María?

La pregunta estalló con el silencio de una bomba atómica; durante unos segundos tan sólo se oyó el tic tac del reloj de la pared. Heinrich y Magdalena se miraron con lo que parecía un gesto de estupefacción. Heinrich alargó el brazo para depositar la taza en la mesita. Miró a Sara profundamente y contestó.

-Ana, por supuesto, tu madre ¿cómo te puede surgir esta duda?

– Ella siempre me dijo que mi madre era María.

– Y María ¿qué decía?

-María murió cuando yo tenía tres años, casi no me acuerdo de ella. María y Ana habían emprendido un viaje y María murió en el mar. A mi me habían dejado al cuidado de mis abuelos; cuando Ana regresó se hizo cargo de mi hasta su muerte en 1914; y durante todo ese tiempo yo siempre la llamé tía y me obligaba a perseverar en el recuerdo de mi madre María. Siempre llevo una imagen suya encima.

Sara se llevó la mano al pecho y rozó su colgante de plata. Un pequeño estremecimiento sacudió a Magdalena, quien no pudo evitar apartar el rostro.

– No se me ocurre por qué razón tu madre te engañaría en un tema como éste. Me resulta inconcebible; pero no hay dudas de que es tu madre.

Heinrich hablaba con tranquilidad y seguridad. Esa seguridad se transmitió a Sara, quien se reclinó ligeramente, como preparándose a escuchar su propia historia.

– Carl conoció a tu madre en París. Él había ido allí a estudiar, le apasionaban las ciencias y quería estudiar con Pierre Curie. Tu madre había viajado a París con el mismo propósito. En España resultaba difícil que una mujer fuera admitida en la Universidad y ella quería estudiar. Se conocieron en la Facultad y muy poco después se casaron. Tú naciste un año después de su matrimonio, en París, donde vivían tus padres. Nosotros te vimos patear en la barriga de tu madre aprovechando un viaje a París a principios de 1906 ¿Te acuerdas Magdalena? Después de tu nacimiento aún os quedasteis en París otro año; pero en 1907 os mudasteis aquí, a Berlín, a esta casa. Vivimos juntos un año o así. Con vosotros vino la hermana de tu madre, María. En 1908 tu madre insistió en viajar a España, que todavía no conocías. A ti te envío primero con su hermana y unas semanas después emprendían viaje tus padres.

Heinrich se detuvo, pareció concentrarse, apartó la vista de Sara y se concentró en un punto en el suelo. Tragó saliva. Continuó.

– En el viaje hubo un accidente, en Ginebra; tu padre quedó muy afectado. No quiso volver a Berlín, tu madre… tu madre siguió viaje a España y le dejó en Ginebra. Es algo que nunca entendimos. Se separaron, precisamente en aquel momento. Nunca volvimos a ver a ninguno de los dos, nunca.

– ¿Nunca? pero, entonces ¿dónde está mi padre?

– Tenemos contacto por carta con él; pero nunca directo; sabemos que vive, sí; pero no en qué circunstancias. Así es como él lo quiere.

– ¿Y dónde vive?

Heinrich y Magdalena se miraron, se interrogaban en silencio. Magdalena cerró los ojos un momento y asintió. Heinrich se levantó y se acercó a un buró. Tomo papel y pluma y escribió lo que parecía una breve nota; esperó a que se secara la tinta y la metió en un sobre. Se la entregó a Sara.

– Aquí está su dirección en París; pero, por favor, no hagas con él lo mismo que con nosotros; no le visites sin avisarlo previamente; como te digo, no sabemos en qué condiciones vive.

Por supuesto que Sara tenía más preguntas; pero todos sabían que la entrega de aquel papel era el punto final de la entrevista. Un taxi, cortesía de los Bülow les esperaba a la puerta para llevarlos hasta el hotel. Se había hecho tarde, la noche venía del Este y devoraba las calles y el corazón de Sara.

La brisa hacia flamear levemente las cortinas y el sol se colaba por las rendijas que iban dejando en su ir y venir. La habitación estaba en calma, se oían amortiguados trinos de pájaros que venían desde el patio del hotel y más allá aún un leve rumor de conversaciones en las que se mezclaban los idiomas. Pero todo eso estaba lejos; allí, en la habitación, tan sólo existía la luz cálida de la mañana y el suave devenir del tiempo en el que uno puede gozar sin prisas del calor de un rayo de sol sobre la piel desnuda.

Sebastian se había despertado; a su lado aún dormía Sara. El edredón cubría solo en parte sus cuerpos desnudos. Se demoró en la contemplación de su esposa. Una mano en la mejilla enmarcaba aquel rostro angelical, la boca ligeramente abierta en el sueño, los ojos cerrados, las pestañas largas, la nariz respingona. El cuello, largo y delicado ligeramente doblado y más abajo aún sus hombros y sus pechos. El brazo izquierdo descansaba sobre el edredón que le cubría a partir del vientre. La pierna izquierda estaba descubierta desde la rodilla hasta el pie y de vez en cuando se movía, como buscando cobijo también bajo el edredón.

Sebastian jaló el edredón con suavidad para que cubriera completamente las piernas de su esposa. Se detuvo en la contemplación de la mano que descansaba sobre el edredón. Reparó con orgullo en la alianza del dedo anular de su esposa e instintivamente la comparó con la que el mismo lucía: dos alianzas, dos personas, un sólo matrimonio.

Suavemente, con un solo dedo, acarició el brazo de Sara desde la muñeca hasta el hombro y allí bajó hasta el seno. Deseaba a aquella mujer. La noche anterior, de vuelta de casa de los Bülow, no se encontraban en disposición de prepararse para cenar formalmente; pidieron que les subieran unos sandwiches a la habitación y se quedaron dormidos enseguida, agotados por la tensión del día. Despertaron pronto, cuando el amanecer comenzaba a enrojecer el cielo, y se enzarzaron con pasión. Sara había recuperado la vitalidad que Sebastian había echado en falta en los últimos días y le dejó hacer. Continuaron hasta el agotamiento, hasta quedarse definitivamente dormidos.

Ahora Sebastian lo recordaba y seguía deseándola. Su dedo abandonó el seno, subió por el cuello y se detuvo en arreglar con delicadeza la comisura de los labios de su amada.

– ¿Qué hora es?

Sara preguntaba desperezándose, agitando todo el cuerpo bajo el edredón.

– Casi las diez.

– ¡Dios mío! ¡Casi las diez! Nos hemos vuelto unos zánganos.

Sebastian sonrió y se incorporó apoyando la espalda en el cabecero de la cama.

– Bueno, al fin y al cabo estamos de viaje de novios. Estos días podremos hacer cosas que luego será difícil repetir.

– Desde luego.

Sara se incorporó también, acarició la nuca de Sebastian y acercó su boca a la suya. Se besaron largamente.

– Magnífico despertar, querida, magnífico. Me alegra que hayas recuperado el buen humor.

– Sí, sí, estoy animada. Es como si un peso se me hubiera quitado de encima. Todas estas semanas de especulaciones, de no saber qué encontraríamos; ahora me siento más tranquila.

Se había levantado y puesto el camisón y la bata. Sebastian la miraba desde la cama.

– Y ahora ¿qué haremos?

Sebastian no sabía muy bien el sentido de su propia pregunta; pero la formuló porque intuitivamente sabía que era una pregunta necesaria.

– Pues habrá que buscar transporte y hotel en París ¿no te parece?

Sara lo había dicho con una sonrisa, con seguridad remarcada por el fuerte tirón con el que ajustó el cinturón de la bata. Su figura se recortaba contra la luz que entraba por la ventana.

– ¿A París? Ya hemos estado en París; ahora vamos hacia el sur, en concreto a Venecia, una vez que Praga y Viena ya han quedado descartadas. El día 24 de junio tenemos que estar en un magnífico hotel en el Lido para pasar una semana maravillosa antes de seguir viaje a Florencia y Roma, y el día 28 de julio parte de Nápoles el vapor que nos llevará de nuevo a Inglaterra.

La cara de Sara se iba llenando de decepción a medida que Sebastian desgranaba las próximas etapas de su viaje.

– Ese era el plan antes de saber que mi padre, al que creía muerto y al que no veo desde hace quince años, está en París. Más bien ese era el plan cuando pensaba que mi madre era mi tía y que mi tía era mi madre. Creo que todo lo que hemos averiguado estas dos últimas semanas merece un cambio de planes ¿no te parece?

Sebastian había cruzado los brazos y torcido el gesto. Aprovechó el fin de la invectiva de su esposa para saltar de la cama y comenzar el también a vestirse. Se dirigió al galán en el que estaba la ropa del día anterior y empezó a ponérsela.

– ¿Cómo crees posible que pueda pasarme un mes en Italia mientras se que mi padre está en París en no se sabe qué condiciones y sin saber aún a ciencia cierta quién es mi madre? ¿Cómo piensas que me siento?

– Querida, una vez que acabemos nuestro viaje podemos ir a París. Podemos cambiar los billetes del transatlántico y en vez de salir a finales de agosto retrasaremos el viaje a septiembre u octubre. Desde Londres viajaremos a París y encontraremos a tu padre, igual que hemos encontrado en Berlín a tu tío.

– No, Sebastian, no iré a Venecia hasta que sepa qué es de mi padre.

Ahora quien tenía los brazos cruzados y el gesto desafiante era Sara. La mirada no era la de acero que recordaba Sebastian, sino más bien un latigazo airado. Le hubiera sentado bien en aquel momento un pelo un poco más largo para que le cayera sobre el rostro desmadejado.

– Irás a Venecia, Sara. Vendrás conmigo tal como estaba previsto; ya hemos alterado bastante los planes del viaje, no lo acabemos de destrozar.

– ¡Déjame en paz con este estúpido viaje tuyo!

Sara acompañó la frase con un gesto despectivo de la mano. Sebastian se quedó seco, parado. Ya tenía puestos los pantalones y los zapatos, y se estaba abotonando la camisa. La miró con tristeza, los ojos humedecidos.

– Pensaba que éste estúpido viaje mío era nuestro viaje de bodas.

Respiraba con dificultad y eso hacía que su prominente barriga subiera y bajara acompasadamente. Se llevó a la cara sus manos regordetas y fofas y se volvió para no mostrarle las lágrimas que comenzaban a manar entre hipidos. Sara vio como su espalda de hombros estrechos, su enorme culo, sus piernas cortas y su incipiente calva se alejaban de ella. Cogió al pasar la americana con tanta fuerza que tiró al suelo el galán. Salió de la habitación dando un portazo.

El sol del verano golpeaba con fuerza la superficie de la laguna veneciana. La luz era tan intensa que semejaba niebla que cubriera los edificios de la ciudad frente a ellos. Sebastian y Sara paseaban protegidos por sombrillas y gafas de sol cerca de la terminal del Vaporeto. Estaban en el Lido, tal como quería Sebastian; llevaban días allí y aún parecía que la estancia se prolongaría. Florencia había sido borrada de la ruta nupcial sin demasiadas explicaciones y Roma también peligraba. Sebastian estaba extasiado en Venecia y quería apurar todos los rincones de la ciudad, todas las experiencias de placer que pudiera proporcionarle su arquitectura, sus restaurantes, las playas del Adriático, las noches en los jardines del hotel. Sara caminaba un paso por detrás, de Sebastian, ya algo cansada por el paseo que les había conducido hasta allí desde el hotel, al otro lado de la isla. Pese a su cansancio seguía, sin embargo, a su esposo. Al menos durante el paseo no necesitaba hablar, simulando estar ensimismada en la belleza de la ciudad y de su reflejo en la laguna; no necesitaba hablar y podía pensar, pensar en ella, en su padre y en su madre. Le había dado vueltas y vueltas a lo poco que sabía y no encontraba ninguna explicación coherente para su vida, para su historia. Sabía que Carl Bülow se había casado con Ana Roca Galés; sabía que Ana Roca Galés había dado a luz a una niña, Sara; y sabía también que Ana Roca Galés siempre le había dicho a esa niña que su madre era su hermana María y que su padre era Carl Bülow. Sabía que María había muerto en 1909 en medio del mar, y también sabía que Ana había muerto en 1914. Ambas habían sufrido una enfermedad que nadie había sabido diagnosticar y habían fallecido unos meses después de los primeros síntomas. Sabía que su padre había sufrido un accidente en 1908 cuando viajaba hacia España acompañado de su mujer; sabía que tras el accidente sus padres se habían separado. Sabía que su padre nunca había querido volver a su familia, y sabía que seguía vivo en París. Tenía su dirección y podía escribirle una carta que, sin duda, no tendría respuesta.

Sabía que su historia estaba construida sobre mentiras: o bien le había mentido Ana, o bien mentían los papeles que decían que ella era su madre; había mentido el capitán cuando le había ocultado que su padre vivía y quizás habían mentido también Heinrich y Magdalena. Y ciertamente, ella también había mentido, y ella también mentía. El impulso de averiguar la verdad había sido poderoso, muy poderoso; pero la mentira parecía consustancial a su historia; la había acompañado desde antes de nacer, y ni siquiera fue capaz de intentar averiguar la verdad sin mentir.

En todo el mar de mentiras que la rodeaban solamente había dos cosas ciertas: su padre era Carl Bülow y ella estaba embarazada; pero esto último aún no se lo diría a Sebastian, mentiría un poco más.

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