Ven cuando se adivina la penumbra, cuando se desvanecen los colores, cuando la noche llega del este y en el cielo se mezclan el día que ya fue, la noche, otra mañana cercana. En la rotonda se cruzan las luces de coches que vienen de tantos sitios; de donde veníamos ya cansados a esta misma hora de la tarde con amargor en los labios, vacío helado y seco, muerto, derrotado. De donde venimos ahora raudos, con la sonrisa en la boca y ya llenas las manos de postales que enviaremos a entrañables compañeros soñados en hermosos universos de plástico. Un futuro perfecto reservado en un pasado gozoso, olvidado. Ven cuando no haya ninguna luz, cuando lo que vemos es un reflejo, una recreación, tan solo un sueño. Juntemos las cosas que aún tenemos, contemos monedas de veinte céntimos, libros infantiles y las memorias que para nosotros nos inventamos. Deja que la noche se vuelva blanca, que se desvanezcan esas estrellas que nunca contemplábamos, que la hierba se torne celofán y que nos quedemos solos como cuando empezamos. Sabemos que el tiempo no volverá a aquella cena final, una mirada seria y asustada, el fin de unos años. Lo que hemos perdido está enterrado, dejemos que se pudra, que se mezcle en la tierra unido a las raíces del olivo, al olor del jazmín en el verano. Que su fragancia amarga nos envuelva en las noches templadas del otoño, que se macere en nuestros corazones con risas y placeres y recuerdos hasta que el sufrimiento se transforme en trago familiar y cotidiano. El mundo habrá cambiado. Osaremos cortar el grueso lazo que envuelve el paquete que no esperábamos. Abriremos la caja de cartón, tiraremos al suelo los papeles y extenderemos manos impacientes. Danos, Señor, aceptar el regalo. En la vida no hay nada que no sea pura felicidad.
El jardín de las hipótesis inconclusas. Un espacio abierto a todas las ideas, por locas que sean, y a todos los planteamientos, por alejados que estén de los pareceres comunes.