Sale el sol temprano en Berlín en las mañanas frescas de mayo. Y aquel día salió aún más temprano. Me encontré en la calle a un borracho que, sin vergüenza, me pidió dos marcos. Se los dí, y más le hubiera dado. Tenía el corazón abierto, lleno de esperanza, entregado. A la noche había llovido y bajo el sol todo brillaba limpio, puro, recién fregado. Entretuve las horas caminando. Repiqueteaban mis pasos sobre las baldosas de piedra en la fría mañana de mayo. Todo salió como había pensado: A las once nos encontramos, comimos con un compañero y ya a la tarde juntos paseábamos. Se levantó un poco de viento, el cielo era ahora gris. Yo me sentía destemplado. La acompañé hasta una calle, la calle que era su calle. Allí me abrí las venas, y un chorrito de sangre me manchó los zapatos. Pensé por un instante que en mi alma entraría; pero ninguna mano me acarició temblando. Cuando me quedé solo supe que ya sabía, desde el rayo de sol primero, que aquello pasaría. Qué ridículo es llevar un paraguas en una tarde gris de mayo. La noche venía del este. El cielo negro devoraba las calles y mi corazón. Me senté en mi butaca. Rodeado de gente me sentía mejor. Sólo faltó un espectador, que era ¡mira por dónde!, justo el de mi costado. La ópera se me atragantó. Me reí del destino que tan claro dejaba lo solo que yo estaba. Hoy he recordado que fui yo quien compré aquella entrada junto a mí; cuando todavía pensaba que aquel día de mayo en Berlín sería soleado.
